sábado, 12 de diciembre de 2009

Viernes enrevesado

Algo debe tener ese día, que para funesto habláramos.
En fin, no puedo decir las cosas con sangre en la cara, así que haré lo de siempre...

Años luz también un viernes fue en el cual me despediría quizás por siempre y para siempre de aquella alma que me acompañara en días sin sentido. O tal vez yo la acompañé. Como sea, nunca llegó ese instante pese a que la esperé y la esperé sin dejar de hacerlo un segundo. Pero tenía que dejar de hacerlo. Las despedidas, si no te las dan con abrazos, te las dan con patadas y cierrapuertas.

Nunca supe lo que sucedió con la tan mentada despedida, con el regalo ofrecido con vehemencia previa. Tanto adorno a ese día para que nunca exista. Es que los viernes tienen un extraño frío encanto. Ya no me puedo explicar nada. Sólo respirar lo que hay, no se tiene de otra ya.

Ahora, ya no hacia esos años siderales sino hacia éstos, los humanos, los reales, los que están ahora mismo frente a uno. Estos días son los que parecen más nebulosos entre la gente que ves. No hay más desencanto que el momento después de un viernes de aquéllos. Quién sabe si quien destiñe los viernes es mi propia desesperanza. Pues eso, quién sabe. Finalmente, esos días son sólo los que son, y yo quien se cree el cuento gregoriano pendiendo de estúpidas figuras que cuelgan en el cielo quince minutos antes que cierren las rejas del jardín.

Nada más quince minutos bastan para desteñir un viernes cualquiera.